Las
frases concisas y oscuras de Lao-tse fueron elaboradas, comentadas y sintetizadas
por sus discípulos, especialmente por Lieh-tse (lat. Lucius; siglo IV a. C.),
de quien no se conoce nada más. Él escribió el “Verdadero camino de los
fundamentos originarios”, el cual completó metafísicamente la construcción del
taoísmo por medio de una cosmología refinada. Este documento viene a ser un
complemento del libro de Lao-tse el Tao Te King, como comentamos en la
introducción al taoísmo.
Según
este libro, el Tao es el generador originario no generado y cambia de modo
constante, aunque en sí mismo se forman las fuerzas de yin y yang, de las
cuales surgen los cinco elementos, que finalmente evolucionan hasta ser nueve,
que forman al mundo.
El
fuerte misticismo de Lieh-tse dio paso al posterior taoísmo popular.
A
continuación una historia sobre Lieh-tse que se titula “Lo que hay que saber y lo que hay que dejar de saber para volar”.
Cuenta
una vieja historia china que, hace mucho tiempo, hubo un hombre que supo
cabalgar sobre el viento. Su nombre era Lieh Tsé. Era alguien que se hizo sabio. Fue un buen discípulo: paciente
y humilde. Por eso, seguramente, fue también un gran maestro: exigente y
conocedor del silencio como forma de enseñanza.
Cuando
era ya muy mayor y poco decía saber él del mundo, y en el mundo poco se sabía de
él, llegó a los alrededores de su casa
un joven que quería ser su discípulo. Como todo joven, In Cheng era impetuoso, impaciente y hasta irreverente.
In
Cheng quería aprender el arte de cabalgar sobre el viento. Luego de esperar
días, semanas y hasta meses frente a la casa de Lieh Tsé, el joven no pudo
contener su ímpetu y rompió la promesa que se había hecho a sí mismo: se acercó
a la puerta y tocó.
—Buenos
días, maestro Lieh Tsé, mi nombre es In Cheng y quiero que me enseñe el arte de
cabalgar sobre el viento.
—Mi
respuesta es no —contestó contundentemente Lieh Tsé y, lentamente, cerró la
puerta.
Pasaron
más días, más semanas y más meses, e In Cheng permaneció intranquilo; pero
sumido en la necesidad de la paciencia derivada de la ansiedad de su deseo. Una
tarde no pudo más, se acercó a la casa de Lieh Tsé y volvió a tocar la puerta:
—Lieh
Tsé, he esperado meses antes de volver ante ti con mi pedido: te ruego que me
permitas conocer el arte de cabalgar sobre el viento.
—Mi
respuesta es no —sentenció Lieh Tsé una vez más.
Desilusionado,
In Cheng volvió a su refugio y, una y otra vez, luego de meses y, después, de
años, volvió a tocar la puerta de Lieh Tsé. Volvió ocho veces más y ocho veces
la respuesta del maestro fue la misma: no.
In
Cheng, sin más remedio, volvió a su pueblo e intentó seguir con su vida. Pero
no pudo dejar de soñar con la posibilidad de volar acariciado por la crin del
viento. Insisto: intentó. Mas, una vez más, fue víctima de lo que entonces ya
era una obsesión y, siete años después, In Cheng volvió a tocar la puerta de
Lieh Tsé. En ese momento, el maestro meditaba y supo inmediatamente de quién se
trataba cuando percibió la ansiedad tras el umbral. Con el disgusto esculpido
en el rostro, apretó y corrió el cerrojo
de la puerta y la abrió:
—Eres
un mortal indigno de la sabiduría de mis maestros.
—Maestro
Lieh Tsé: usted me ha negado su sabiduría muchas veces antes y yo he esperado
pacientemente siete años para volver hoy aquí a rogarle, sin ningún resentimiento.
Atienda mi humilde pedido.
—No
conoces ni la paciencia ni la humildad.
No
mereces, por lo tanto, conocer arte alguno. Sin embargo, tu insistencia me
mueve a contarte lo que tuve que hacer yo para recibir el don de cabalgar sobre
el viento… Habían pasado tres años desde que me inicié como discípulo al lado
de mi maestro y porque seguramente él percibió que yo había dejado
de
pensar en el bien y el mal, y había dejado de hablar de ganar o perder, él —mi
maestro—, me miró a los ojos por primera vez. No me dijo nada. Quizás me lo dijo todo o simplemente me dijo todo lo
que yo debía saber en ese momento. Pero pasaron cinco años más y mi espíritu
volvió a pensar en el bien y el mal, y yo volví a hablar de ganar y perder, y,
seguramente por eso, mi maestro me sonrió por primera vez. Pasaron siete años,
y mis días discurrían entonces ya no pensando en el bien o en el mal, sino en cualquier
cosa. Y yo entonces no hablaba más de ganar o perder, pues hablaba de tantas
cosas que difícilmente repetía más de diez palabras en un día.
Fue
entonces que, seguramente por todo eso, una mañana en que hubo un eclipse, mi
maestro me invitó a sentarme cerca de él. Y pasaron nueve años cuando, sin
darme cuenta, ya ni siquiera sabía yo, o no me importaba en cualquier caso, el
peso del bien o del mal, o saber si los demás o yo mismo estábamos en la verdad
o el error, o si ganábamos o perdíamos. Fue por ese tiempo que pasé a un estado
de no conciencia. No supe más reconocer las partes de mi cuerpo ni saber si
veía por alguno de los ojos u oía por la nariz o la boca. Solo supe que todo mi
ser era una forma disuelta de espíritu encantado, una confusión de carnes y
huesos sostenida mágicamente sobre nada. Recuerdo que, llegado el momento, seguramente
por más que todo eso, me abandoné a algún viento, como las hojas secas de un
árbol en otoño. Nunca supe si el viento montaba sobre mí o yo cabalgaba sobre
el viento.
¡Feliz miércoles!
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