miércoles, 30 de mayo de 2012

Taoísmo – La escuela de Lao-tse


Las frases concisas y oscuras de Lao-tse fueron elaboradas, comentadas y sintetizadas por sus discípulos, especialmente por Lieh-tse (lat. Lucius; siglo IV a. C.), de quien no se conoce nada más. Él escribió el “Verdadero camino de los fundamentos originarios”, el cual completó metafísicamente la construcción del taoísmo por medio de una cosmología refinada. Este documento viene a ser un complemento del libro de Lao-tse el Tao Te King, como comentamos en la introducción al taoísmo.
Según este libro, el Tao es el generador originario no generado y cambia de modo constante, aunque en sí mismo se forman las fuerzas de yin y yang, de las cuales surgen los cinco elementos, que finalmente evolucionan hasta ser nueve, que forman al mundo.
El fuerte misticismo de Lieh-tse dio paso al posterior taoísmo popular.

A continuación una historia sobre Lieh-tse que se titula “Lo que hay que saber  y lo que hay que dejar de saber para volar”.

Cuenta una vieja historia china que, hace mucho tiempo, hubo un hombre que supo cabalgar sobre el viento. Su nombre era Lieh Tsé. Era alguien que  se hizo sabio. Fue un buen discípulo: paciente y humilde. Por eso, seguramente, fue también un gran maestro: exigente y conocedor del silencio como forma de enseñanza.
Cuando era ya muy mayor y poco decía saber él del mundo, y en el mundo poco se sabía de él,  llegó a los alrededores de su casa un joven que quería ser su discípulo. Como todo joven, In Cheng era  impetuoso, impaciente y hasta irreverente.
In Cheng quería aprender el arte de cabalgar sobre el viento. Luego de esperar días, semanas y hasta meses frente a la casa de Lieh Tsé, el joven no pudo contener su ímpetu y rompió la promesa que se había hecho a sí mismo: se acercó a la puerta y tocó.

—Buenos días, maestro Lieh Tsé, mi nombre es In Cheng y quiero que me enseñe el arte de cabalgar sobre el viento.
—Mi respuesta es no —contestó contundentemente Lieh Tsé y, lentamente, cerró la puerta.
Pasaron más días, más semanas y más meses, e In Cheng permaneció intranquilo; pero sumido en la necesidad de la paciencia derivada de la ansiedad de su deseo. Una tarde no pudo más, se acercó a la casa de Lieh Tsé y volvió a tocar la puerta:
—Lieh Tsé, he esperado meses antes de volver ante ti con mi pedido: te ruego que me permitas conocer el arte de cabalgar sobre el viento.
—Mi respuesta es no —sentenció Lieh Tsé una vez más.
Desilusionado, In Cheng volvió a su refugio y, una y otra vez, luego de meses y, después, de años, volvió a tocar la puerta de Lieh Tsé. Volvió ocho veces más y ocho veces la respuesta del maestro fue la misma: no.
In Cheng, sin más remedio, volvió a su pueblo e intentó seguir con su vida. Pero no pudo dejar de soñar con la posibilidad de volar acariciado por la crin del viento. Insisto: intentó. Mas, una vez más, fue víctima de lo que entonces ya era una obsesión y, siete años después, In Cheng volvió a tocar la puerta de Lieh Tsé. En ese momento, el maestro meditaba y supo inmediatamente de quién se trataba cuando percibió la ansiedad tras el umbral. Con el disgusto esculpido en el rostro, apretó y corrió el  cerrojo de la puerta y la abrió:
—Eres un mortal indigno de la sabiduría de mis maestros.
—Maestro Lieh Tsé: usted me ha negado su sabiduría muchas veces antes y yo he esperado pacientemente siete años para volver hoy aquí a rogarle, sin ningún resentimiento. Atienda mi humilde pedido.
—No conoces ni la paciencia ni la humildad.
No mereces, por lo tanto, conocer arte alguno. Sin embargo, tu insistencia me mueve a contarte lo que tuve que hacer yo para recibir el don de cabalgar sobre el viento… Habían pasado tres años desde que me inicié como discípulo al lado de mi maestro y porque seguramente él percibió que yo había dejado
de pensar en el bien y el mal, y había dejado de hablar de ganar o perder, él —mi maestro—, me miró a los ojos por primera vez. No me dijo nada. Quizás  me lo dijo todo o simplemente me dijo todo lo que yo debía saber en ese momento. Pero pasaron cinco años más y mi espíritu volvió a pensar en el bien y el mal, y yo volví a hablar de ganar y perder, y, seguramente por eso, mi maestro me sonrió por primera vez. Pasaron siete años, y mis días discurrían entonces ya no pensando en el bien o en el mal, sino en cualquier cosa. Y yo entonces no hablaba más de ganar o perder, pues hablaba de tantas cosas que difícilmente repetía más de diez palabras en un día.
Fue entonces que, seguramente por todo eso, una mañana en que hubo un eclipse, mi maestro me invitó a sentarme cerca de él. Y pasaron nueve años cuando, sin darme cuenta, ya ni siquiera sabía yo, o no me importaba en cualquier caso, el peso del bien o del mal, o saber si los demás o yo mismo estábamos en la verdad o el error, o si ganábamos o perdíamos. Fue por ese tiempo que pasé a un estado de no conciencia. No supe más reconocer las partes de mi cuerpo ni saber si veía por alguno de los ojos u oía por la nariz o la boca. Solo supe que todo mi ser era una forma disuelta de espíritu encantado, una confusión de carnes y huesos sostenida mágicamente sobre nada. Recuerdo que, llegado el momento, seguramente por más que todo eso, me abandoné a algún viento, como las hojas secas de un árbol en otoño. Nunca supe si el viento montaba sobre mí o yo cabalgaba sobre el viento.

¡Feliz miércoles!


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