La doctrina y la práctica deben ser parte de nuestra
vida. Se trata del mismo principio que contemplan los practicantes de cualquier
religión, como budistas, cristianos, musulmanes y judíos: independientemente de
cual sea nuestra fe, si nos comprometemos a procesarla debería convertirse en
parte fundamental de nuestra vida. Asistir a misa los domingos y orar durante
unos minutos no es suficiente si nuestro comportamiento permanece inalterable.
Nos hallemos o no en una iglesia o en una catedral, la doctrina de nuestra
propia religión ha de estar en nuestro corazón. Sólo así podremos experimentar
su verdadero valor, de lo contrario no será más que un mero conocimiento
insuficiente para afrontar los problemas diarios.
Cuando la doctrina entra a formar parte de nuestra
propia vida, adquirimos una fuerza interior que nos ayuda a sortear cualquier
problema. Incluso cuando envejecemos, cuando padecemos alguna enfermedad
incurable o cuando sobreviene la muerte, nuestra práctica sincera nos
proporciona cierto tipo de garantía interior. Después de todo, la muerte es
parte de la vida, nada hay extraño en ella ya que, tarde o temprano, todos
tendremos que cruzar ese umbral. En ese preciso instante, haya o no haya vida
después de la muerte, lo más valioso es haber alcanzado la paz mental. ¿Cómo
podemos alcanzar la paz interior en semejante momento? Sólo podremos lograrlo a
través de cierta experiencia personal que nos proporcionará fuerza interior,
algo que nadie –ni los dioses ni los gurús ni los amigos- pueden brindarnos.
Ésta es la razón por la que Siddhartha Gautama
(Buda) dijo que sólo uno mismo puede ser su propio maestro.